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César Cervera
En los años finales
de la República romana, Marco Licinio Craso se hizo cargo de la campaña militar contra la rebelión de un
grupo de esclavos dirigidos por el mítico Espartaco. El rebelde tracio había logrado
derrotar a varias legiones, lo cual suponía un duro golpe para el orgullo
romano, exigiendo que fueran aplicadas medidas excepcionales. Designado pretor
con este propósito, Craso comenzó las
operaciones desempolvando el arcaico castigo de la decimatio
para emplearlo contra las legiones que habían huido cuando se hallaban al mando
de su predecesor. Este brutal castigo era tan salvaje como poco efectivo. La
fama de hombre sin corazón de Craso creció a pasos agigantados pero no así el
rendimiento de sus tropas, más atemorizadas que cualquier otra cosa.
Fotograma de la película «La legión del Águila» - ABC |
La decimatio (o
vicesimatio, otras veces, dependiendo del criterio del general) era un castigo
que ya aparece citado en la Primera
Guerra Púnica contra los cartagineses y solo se empleaba en
casos extremos de sedición y cobardía, como ocurrió con una rebelión dentro de
la propia Península Itálica.
Pero incluso en ese supuesto, Craso quedó retratado como un hombre demasiado severo. El castigo consistía básicamente
en la elección por sorteo de 1 de cada 10 hombres de todas las cohortes para
ser asesinados a golpes y palos por sus propios compañeros. Como describe el historiador bizantino Juan Zonaras,
«una vez que los soldados han cometido una falta grave, su jefe los reparte en
grupos de diez, tomando un soldado de casa grupo, mediante sorteo, y éste es
condenado a muerte a manos de sus propios compañeros».
Cuando la derrota
acontecía a las tropas romanas, una y otra vez se disfrazaba o se justificaba a
causa de la imprudencia de ciertos generales
Además, Craso
obligó al 90% restante a cambiar la ración de trigo por cebada y a levantar sus
tiendas fuera de los muros de los campamentos del ejército. Estas medidas, que
hacían más daño que beneficio a la moral de la tropa, respondían a la gravedad
de la situación pero, sobre todo, evidencian lo mal que asumió siempre Roma sus
derrotas. A la ciudad le costaba horrores reconocer sus fracasos militares de
forma oficial y siempre encontraba una excusa apropiada para delimitar
responsabilidades. Cuando la derrota acontecía a las tropas romanas, una y otra
vez se disfrazaba o se justificaba a causa de la imprudencia de ciertos
generales –siendo un buen ejemplo de ello la batalla del bosque de Teutoburgo– o por la desobediencia
de éstos a los signos divinos enviados para advertir a Roma de que se encamina
al desastre.
Un ejemplo de estas
supuestas advertencias divinas tuvo lugar durante la demencial campaña que Licinio Craso emprendió en Partia, un gran reino
asiático que se extendía más allá de Armenia,
muchos años después de derrotar a Espartaco. En esta ocasión, se estimaba que
el propio Júpiter envió al general un aviso premonitorio de la derrota cuando
los portaestandartes del ejército, cruzando sobre el río Eúfrates, dejaron caer
involuntariamente las banderas al agua. Los sacrificios y las vísceras de los
animales examinados por los arúspices tampoco eran favorables. Pese a ello,
Craso dio la orden de avanzar en dirección hacia una terrible derrota.
Un castigo fuera de uso e ineficaz
Si bien la
decimatio aplicado por Craso en la guerra contra los esclavos fue a nivel
masivo, lo habitual era que afectara solo a pequeños grupos que habían huido o
que simplemente habían dado muestras de indisciplina (véase abandonar las
guardias durante la noche, hacer de
forma incorrecta los relevos u olvidar la contraseña, etc).
Polibio explica al detalle cómo se procedía en estos casos individuales: «Se
convoca al punto el consejo de tribunos, se celebra el juicio y, si el hombre
es declarado culpable, se le apalea. El procedimiento es el siguiente: el
tribuno, provisto de una vara, roza suavemente al condenado. Inmediatamente todos los miembros de la
legión le apalean y apedrean; en la mayoría de los casos el reo muere allí
mismo». Pero ni siquiera muertos podían descansar en paz los indisciplinados y
los sediciosos. El escritor Valerio
Máximo recuerda que en los tiempos gloriosos de la República los castigos contra la indisciplina debían ser
ejemplares y en varios casos se reclamó expresamente que a los
soldados castigados «nadie les diera sepultura y que nadie llorara su muerte».
Con el paso de los
años, la decimatio, que está vinculada a la palabra moderna diezmar, fue
cayendo en desuso a razón del coste de matar a tantos hombres de las filas
propias. De hecho, la compilación de leyes del «Digesto» solo la cita como pena
alternativa al cambio de destino, que evidentemente es un sanción mucho menos
severa. No obstante, Tácito
todavía se refiere en su narración de la
guerra de Tacfarinas, en el año 23 d.C, a este castigo como
respuesta del general Lucio Aproniano
a la huida de sus tropas: «Más afectado por el honor de los suyos que por la
gloria del enemigo, Aproniano recurrió a una práctica rara por aquella época y
que recordaba los tiempos pasados («raro ea tempestate et e vetere memoria
facinore»): diezmar a la cohorte deshonrada dando muerte a palos a quienes
correspondió por sorteo». Y al menos en esta ocasión la decimatio tuvo
consecuencias positivas a nivel militar, pues «tan grande fue el efecto de la
severidad que un cuerpo de tropas de veteranos, que no sobrepasaba de 500
hombre, desbarató a las mismas tropas
de Tacfarinas que habían atacado un fuerte llamado Tala».
«Tan grande fue el
efecto de la severidad que un cuerpo de tropas de veterano desbarató a las
mismas tropas de Tacfarinas que habían atacado un fuerte»
También en la etapa
de Octavio al frente de Roma aparece este castigo citado durante la guerra
contra los Dálmatas en el año 34
a.C. Además, Suetonio recuerda que Calígula tuvo
la tentación de recuperar la decimatio cuando estaba preparando una campaña
contra tribus germanas. Y vuelve a mencionarse durante la historia de San
Mauricio y la Legión Tebana.
Así, Mauricio era el general de una legión integrada por cristianos egipcios,
que fue llamada a la Galia, en concreto a la ciudad de Agaunum, por el
emperador Maximiliano. Ante la negativa de cumplir la orden de dar muerte a
otros cristianos, todos ellos recibieron el famoso castigo, y tras una segunda
negativa los supervivientes fueron martirizados hasta la muerte. La veracidad
del relato, no en vano, es muy cuestionada por los historiadores debido a que el
castigo llevaba siglos sin aplicarse y a lo inverosímil de que hubiera una
legión entera integrada .
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